Las alamedas y los boulevards



 Lima

"A esta alameda muriente
 he traído mi cansancio,
y estoy ya no sé qué tiempo
tendida bajo los álamos,
que van cubriendo mi pecho
de su oro divino y tardo."
Gabriela Mistral


Mi vieja costumbre de salir a caminar. Salir a andar por las calles del limeñísimo centro de mi ciudad para pensar, es decir, caminar sin observar nada. Circulación autónoma y anónima, o como la de cualquier sencillo número de una contribuyente de impuestos más. Disfrutar del paseo sola en medio del amontonamiento de ciudadanos apurados.  Esquivar, no necesariamente, un codazo, un roce, un estornudo, una tos, ni tampoco incluso a un carterista, a un bolsiqueador, a un listo. Caminar sin que me importe nada y sin ser reconocida por nadie, porque en las grandes urbes los infiernos son diminutos, y se puede ser feliz marchando así.
      De pronto, sentir la necesidad una tarde de oír el mecer de las ramas por el aire, el rish-rash de las hojas removidas por el viento.  Dirigirse, entonces a la alameda, al boulevard, a la avenida con palmeras. Lima es grande y hay espacio para todo tipo de calles y avenidas, paseos peatonales y jirones, con o sin árboles de cedro, casuarinas, poncianas, o eucaliptos. En una alameda de Barranco concentrarse en el trino de los pájaros y olvidar la gentil urbanidad. O en el Paseo de La Punta, al pie del mar, cruzarse con igual cantidad de gentes e ignorarlas.  Sentirse así, anónima también, en la frontera entre cemento y naturaleza.


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