Prensa peruana (2017) |
Pese
al acertado refrán, digno de la más vieja sabiduría popular, hay que decir que
no todos los peces caen por la boca. Sobre la forma más exótica de dejarse
pescar me enteré por uno de los episodios del Viaje a la región equinoccial del Nuevo Continente de Alexander von
Humboldt, en el que su autor describía cómo unos habitantes de esas zonas
sabían de unas plantas que surtían el efecto de un sedante. Estos nativos
echaban las plantas narcóticas al agua, en la parte donde abundaban ciertos
peces, y después de unos segundos —lo
aseguraba tan asombrado el científico en su crónica—
salían a flote hacia la superficie de la laguna los peces adormecidos. Y así,
soñolientos, eran recolectados a mano por los nativos, luego de lo cual y
transcurridos algún par de minutos, los peces salían de su letargo y empezaban
a removerse en las vasijas, aunque ya 'pescados'. Precisamente ese pasaje del libro del renombrado viajero ya
lo tenía yo citado en mi Bestiario
Personal, pero en un capítulo sobre Camarones y Langostinos, donde cuento
cómo había visto en mi niñez a unos niños en un río en Pisco cazar con sus
propias manos los camarones, con tanta paciencia, velocidad y destreza que me
hacían verosímil el episodio de von Humboldt, a diferencia de algunos colegas incrédulos
con los que llegué a discutir aquel episodio casi mágico-realista descrito por
el estudioso alemán.
En
una de mis últimas visitas a la selva peruana observé otro hecho peculiar, que
no solo me convenció de que los peces podían no morir por la boca, ni con
narcóticos, sino que simplemente podían no morir, como las gallinas cuando se
les corta la cabeza. Resultó que los habitantes de un paraje amazónico al pie
de una pequeña laguna pucallpina accedieron a mostrarme su técnica pesquera,
cuando les pregunté por las razones por las que unos peces de extraordinaria
apariencia estaban nadando en una tina de casi un metro de diámetro que ellos
ahí tenían. Me describieron que solían echar una red en medio del agua lacustre
hacia el atardecer, para que durante la noche quedaran atrapados en ella
algunos peces. A la mañana siguiente los recogían vivos de la red,
desenredándolos con cuidado, y los echaban en esa tina grande con agua de la
misma laguna para que se mantuvieran frescos hasta el momento de ser cocinados.
Esos peces con apariencia de pequeños monstruos submarinos prehistóricos se
llamaban carachamas, me dijeron. Mientras me explicaban todo esto uno de ellos
había empezado a limpiarlas, es decir, a sacarles a las carachamas los órganos
internos, a una por una, volviéndolas a tirar al agua. Y fue entonces cuando vi
cómo aquellos peces, ya vacíos por dentro, seguían nadando como si nada por
largos minutos, para mi asombro, sin morir enseguida.
Lo
cierto es que la naturaleza es sabia, pues permite que el ser humano domine a
algunas especies animales y deja que ciertas especies rijan la vida de los
cohabitantes humanos de su entorno. Así pasa con un pez de la hidrografía
colombiana muy peculiar: el bocachico. La popular cumbia canta: "El bocachico es astuto, como quien sabe
escribir. Él sabe el día que llega y cuándo debe partir", porque es
así. El sabio bocachico se sabe de memoria el ciclo de su vida y lo cumple a
cabalidad, y las personas que de él dependen rigen su rutina anual, y hasta
vital, según los movimientos de ese pequeño nadador con branquias: "eso lo
haremos para la Subienda", "bautizaremos al niño con La
Candelaria", "nos casaremos en febrero", etc.
No
todos los peces infunden, no obstante, buena onda y optimismo para planear las
vidas de los humanos con quienes comparten su hábitat. En Japón existe la
creencia de que cada vez que cierto pez se remueve en las profundidades de la
tierra, provoca los terremotos: el namazu. Los japoneses, por intentar voltear
la tortilla, han convertido al namazu con los siglos en pez protector de su
realidad, pues si ha de remover las cosas con un sacudón telúrico de grandes
magnitudes, deberá ser para bien.
De ahí que muchos adoren a ese pez mitológico en estampas mágicas
colgadas en el hogar, atribuyéndole casi el estatus de dios rectificador del
mundo.
Magia
es lo que desbordan estos peces y, al contrario de lo que mucha gente
supersticiosa piensa sobre la mala suerte que traen los dibujos de peces en
casa, yo tengo encima de mi bañera un cuadro en alto relieve con un pez
gigante. Mirándolo mientras me remojo en el agua hasta el cuello, me cargo de
energía y me alegro de que existan los bocachicos, las carachamas, los paiches,
las pirañas, los dorados amazónicos, las doncellas, etc.
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