La diferencia, entre el tipo de anfibios
a los que llaman 'sapos' y el otro tipo al que llaman 'ranas', no la supe bien
nunca. Al parecer, sería pedante poderlos distinguir cual marisabidilla, pues
desde que tengo uso de razón siempre he oído a todo el mundo utilizar ambas
palabras casi como sinónimos.
La
primera vez que escuché alguna referencia a estos animalitos de feo aspecto y
color entre verde y marrón, arrugados, con cara de vejestorios y casi de
pequeños monstruos, fue en algunas leyendas para niños, donde un sapo se
convertía en príncipe al sentir el beso de una joven; o donde una rana sagrada
salía de una cocha[1]
andina y, de un salto, se comía la moneda de oro para que los deseos de una aclla[2]
se cumplieran. Y la primera vez que vi una imagen de estos húmedos anfibios fue
en un libro de rimas infantiles, que me recitaba mi hermana mayor, cuando yo
aún no sabía leer: "Cucú, cucú,
cantaba la rana; cucú, cucú, debajo del agua; cucú, cucú...". Ahí estaba la ranita color verde
chillón, con cara triste, que contemplaba la luna llena en una noche estrellada,
sentada, no debajo sino, encima de
una hoja de flor de loto en medio de un lago...
En
mi niñez conocí también unas ranitas de metal, que eran la pieza clave de un
juego difícil que requería buena puntería y una precisión no propia de niños,
sino más bien de adultos: el juego del sapo.
En los clubes campestres en las afueras de la ciudad de Lima, a los que se
podía ir en invierno para escapar de la neblina y gozar del sol serrano, nunca
faltaba uno. Se jugaba lanzando unas fichas de bronce hacia una especie de
cómoda, en cuya superficie se encontraban unos agujeros ---entre ellos, el de
la boca de una escultura de metal en forma de rana---, donde había que embocar
aquellas gruesas monedas, con el fin de ir ganando cierto puntaje según el
valor del cajoncito adonde iban a parar las fichas embocadas.
Ya
más tarde, en uno de mis viajes por Europa llegué a conocer la portada del
edificio de la Universidad de Salamanca, donde se encuentra la famosa figura,
tallada en alto relieve, de una rana, quizás como firma del escultor, posada
sobre una calavera. Hasta el día de hoy se mantiene viva la tradición entre los
estudiantes de echarle un vistazo en épocas de exámenes, costumbre heredada de
los bachilleres en la época del Siglo de Oro, quienes confiaban en la buena
fortuna que la ranita les podía traer, si al pasar por ahí la divisaban al
primer intento en medio del laberinto plateresco de figuras y relieves. Desde
ese entonces opté por llevar en mi mochila de estudiante una postal de la
ranita salmantina.
¿Pero cuándo avisté una rana de verdad
por primera vez?... Repaso las hojas, hacia atrás y hacia delante, de este
cuaderno de mi Bestiario Personal y
no hallo respuestas claras. La explicación es fácil. Yo crecí en Lima, una mole
urbana con poca naturaleza; difícilmente podría haber encontrado en mi niñez
una ranita en los surquitos de riego del parque de mi barrio... Ahora que recuerdo, fue en la ciudad de
Piura, en la costa noroeste peruana, donde topé con una ranaza, un año después
de que hubo pasado por ahí el Fenómeno del Niño del 98 con todas sus
consecuencias: desde la aparición de una laguna en medio del desierto, hasta la
sobrepoblación de ranas enormes por toda la región. La rana que vi aquella vez
en una noche calurosa de primavera tenía por lo menos 20 cm. de diámetro, y
unos 8 cm. de altura, y parecía una piedra inexplicablemente olvidada en el
borde de una vereda citadina. La mayor sorpresa de aquel hallazgo fue el
comprobar la certeza de la onomatopeya que se leía en cuentos y fábulas:
"¡croac!, ¡croac!, croac!"; así saludaba de veras la rana.
Un
par de años después, en Caraz, una región mas bien helada y ubicada en las
alturas de la sierra peruana, volví a acercarme a otra rana. Fue en una noche
de luna llena, cuando un grupo de amigos esperábamos a que se doraran un poco
nuestros choclos al palo, sobre una fogata armada para los huéspedes de la
posada rústica donde nos hospedábamos. En medio de los exteriores había una
fuente de agua que tenía cuatro esculturas de granito en forma de rana, por cuyas
bocas salían los chorros de agua, y donde fue que vi que reposaba, ¡oh
casualidad!, una rana de verdad que, para mi sorpresa, croaba igual que la rana
costeña de Piura y tenía el mismo color marrón barro, aunque no era tan grande.
Con
todo, la mayor revelación a mis conocimientos sobre sapos y ranas tuvo lugar el
año pasado, cuando volví una vez más por la selva peruana. Una noche en la que
cenábamos apaciblemente en la cabaña donde nos estábamos quedando a varios
kilómetros de la civilización, se escuchó un ruido extraño, que asemejaba un
timbre de teléfono antiguo, pero opacado, como salido desde dentro de una caja
de madera cerrada. De primera impresión, los que habíamos llegado hasta ahí de
visita desde Múnich, pensamos que podría ser un pájaro carpintero de los que
abundan en los bosques bávaros, pero en versión amazónica, o sea: nocturno y
temerario; no obstante, era absurdo imaginarse un pájaro carpintero alpino en
ese hábitat, golpeteando la pared de la cabaña desde afuera. Y es que la casa era
de madera y tenía paredes de doble
fondo. ¿Se podría haber colado alguna pequeña bestezuela por ahí que nadie veía
pero que empezaba a alimentar mi imaginación de miedos? De pronto, cual
mecanismo de defensa, del baúl de mis recuerdos afloraron intentando cobrar
sentido unos versos que aparecían en un libro de lectura de primaria y que
nunca, solo hasta ese preciso instante, creí entender en toda su expresión:
"Nadie
sabe dónde vive,
nadie en la casa
lo vio,
pero todos escucharon
al sapito
glo-glo-gló".
Mi intuición animal había dado en el
clavo, pues nos sacó de la duda nuestro anfitrión al ver nuestros rostros
interrogantes: "Así son los sapitos selváticos, están ahí, o escondidos o
mimetizados, pero haciendo siempre buena compañía".
[1] Del quechua:
laguna.
[2] Del quechua:
doncella destinada al servicio del Inca, en tiempos prehispánicos.
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"Los sapos y las ranas", artículo publicado en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 40, marzo 2016, año 10), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.