La diferencia, entre el tipo de anfibios
a los que llaman 'sapos' y el otro tipo al que llaman 'ranas', no la supe bien
nunca. Al parecer, sería pedante poderlos distinguir cual marisabidilla, pues
desde que tengo uso de razón siempre he oído a todo el mundo utilizar ambas
palabras casi como sinónimos.
La
primera vez que escuché alguna referencia a estos animalitos de feo aspecto y
color entre verde y marrón, arrugados, con cara de vejestorios y casi de
pequeños monstruos, fue en algunas leyendas para niños, donde un sapo se
convertía en príncipe al sentir el beso de una joven; o donde una rana sagrada
salía de una cocha[1]
andina y, de un salto, se comía la moneda de oro para que los deseos de una aclla[2]
se cumplieran. Y la primera vez que vi una imagen de estos húmedos anfibios fue
en un libro de rimas infantiles, que me recitaba mi hermana mayor, cuando yo
aún no sabía leer: "Cucú, cucú,
cantaba la rana; cucú, cucú, debajo del agua; cucú, cucú...". Ahí estaba la ranita color verde
chillón, con cara triste, que contemplaba la luna llena en una noche estrellada,
sentada, no debajo sino, encima de
una hoja de flor de loto en medio de un lago...
---> Seguir leyendo en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 40, mayo 2016, año 10), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.
También publicado en BESTIARIO PERSONAL (Berlín: Epubli, 2017; 108 págs)
