A pesar de la actual era tecnológica con las más grandes ofertas de juegos electrónicos para niños, y pese a lo práctico que resultan tabletas y teléfonos con plataformas lúdicas en versiones multimedia e interactivas para distracción de los más pequeños, he observado que el caballito de palo sigue siendo uno de los juguetes preferidos de los infantes varones, si se les pone uno a la mano: ese palo de madera a cuyo extremo superior va adherida una testa de caballo, de juguete, con brida y riendas para que los pequeños se imaginen que son los más diestros jinetes del mundo. Pero por otro lado, lo de caballos, a secas, parece ser un hobby de niñas: no solo se ofertan caballos rosados, de plástico, de jebe o de madera, en todos los modelos y tamaños en las secciones de juguetería, sino que los clubes alemanes de equitación infantil y juvenil están invadidos por el género femenino. Incluso hay una serie libresca para niñas adolescentes —con una protagonista y su caballo— que es la competencia directa de Harry Potter.
Yo, desde siempre, he tenido un gran respeto por los caballos. En el colegio los capítulos más dramáticos de los cursos de historia de la secundaria tenían como protagonista a un caballo. Ahí estaban los griegos con su equino tramposo, triunfantes y sabidos, con un truco que pasó a la posteridad, aunque solo en su sentido figurado y metafórico, porque no se sabe de ningún otro pueblo que haya usado tremenda maña y logrado su objetivo. Y sin ir muy lejos, en la Historia del Perú, aparecía también un héroe, que había preferido arrojarse por el morro de Arica con todo y caballo, antes que dejarse atrapar y que la bandera de la patria fuera destrozada en manos de los adversarios.
En la mitología y la literatura universales estaban ahí Pegasus, Babieca, Rocinante; y en la peruana también habían estado presentes a menudo los caballos. Qué peruano no recordará como muletilla lo de “los caballos eran fuertes, los caballos eran ágiles”, o a “los potros de bárbaros atilas”; o los caballos conversando con sus amos en las travesías del jinete insomne scorziano, o a ese caballo guardado poéticamente en casa, encadenado a un sueño de libertad …
Pero sobretodo los caballos me inspiraron siempre respeto porque aparecieron en mi vida como los animales que podían detectar la presencia de almas en pena, mucho más efectivamente que un perro; también podían avanzar sin mayor dificultad a oscuras en las noches sin luna, e incluso volver solos a casa, aunque estuvieran a mucha distancia de la residencia de sus amos. Eso lo pude comprobar en varias oportunidades durante mi adolescencia, y en más de un verano, cuando unos parientes lejanos que tenían una casa-hacienda en Pisco —la tierra del pisco y, en ese entonces, del algodón— nos invitaban a pasar algún fin de semana con ellos. En esa época, y allá, a los adultos les gustaba contar, en las noches, con o sin luna, y a la luz de una fogata frente a la vieja casona, historias de aparecidos. Lo cierto es que cuando el relato inventado, o anécdota vivida en carne y hueso, alcanzaba el punto máximo de la tensión despertando el miedo en los oyentes, escuchábamos a los caballos relinchar a lo lejos en el establo. También recuerdo que había un sitio, cerca a una acequia que pasaba detrás de aquella mansión pisqueña, por donde los caballos eran reacios a pasar, o pasaban nerviosos encogiendo la grupa, y en donde de noche —según las gentes del lugar— se podían observar ciertos fuegos fatuos.
Resultó que una de aquellas noches se acercó al ruedo en que se contaban las historias de aparecidos frente a la vieja casona una lugareña de aspecto extravagante, que llevaba un vestido que parecía un disfraz para carnavales, de señora colonial, con faldón negro, manta lila y blusa de bobos; andaba descalza, como era costumbre entre las gentes de los alrededores. La mujer pidió agua, sin decir más. Le dieron un vaso de gaseosa de la que teníamos ahí. Y se retiró. Mientras su figura se desaparecía a la distancia por la falta de luz, los caballos relincharon desesperadamente para extrañeza de nuestros anfitriones, quienes nos invitaron a pasar mejor a casa, mientras ellos irían a ver el establo. Al día siguiente, cuando contamos lo ocurrido a los niños de los alrededores que jugaban en la calle, para indagar quién habría podido ser la mujer, todos contestaban: “Ah, nadie, no es nadie; es la sedienta que se pasea en esta calle. Pero no pasa nada, los caballos no más se asustan un poco, pero es alma buena”.
Hace poco asistí a una boda en Pisco, en un Hotel a todo dar. En medio de tanta bulla a avanzadas horas de la noche, en plena fiesta apareció de pronto por una de las esquinas del patio —y sin exagerar: como de la nada— una mujer de extraño aspecto, que llevaba ropas antiguas, falda larga y blusa ancha de volantes, e iba pidiendo agua. El DJ detuvo la música, cuando de pronto otra mujer que se encontraba al otro extremo del patio, una del elenco de las bailarinas que habían presentado una fascinante coreografía de baile afroperuano, entró como en trance y empezó a asegurar que percibía una comunicación; literalmente repetía: “me están comunicando”; aunque, a decir verdad, había adquirido más el aspecto de una persona que parecía sufrir un ataque de ansiedad o unos ahogos por intolerancia a algo. Sin dar chance a que el episodio llegara a mayores, se encendió de nuevo la música con un merengue que soltaba al comienzo unos relinchos… Entonces, en fracciones de segundos, he recordado las noches pisqueñas en la casa-hacienda, mi piel de gallina de entonces, aquel aire con cielo estrellado, y el relincho de los robustos caballos como fondo a mi miedo y la extrañeza de todos…
Nos quedó la duda a los invitados a la boda, si lo que pasó con la dama aparecida, que desapareció sin que lo notemos, y la otra que entró en trance, era parte de un show del Hotel para avivar las leyendas de aparecidos en la zona y ‘marketiar’ su negocio. El asunto es que la fiesta continuó sin mayores preguntas de nadie, y la orquesta volvió a tocar más de una vez en aquella velada el hit que estaba de moda y que arrancaba con unos dulces relinchos: el caballito de palo.
"El caballito de palo", artículo publicado en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 39, ene 2016, año 10), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.
También publicado en BESTIARIO PERSONAL (Berlín: Epubli, 2017; 108 págs) [booktrailer]