Las palabras españolas que sirvieron para
nombrar por primera vez a las raras bestias de las Indias occidentales, o sea,
de América, buscaron dar cuenta de la naturaleza de los nuevos animales, nunca
antes vistos por los recién llegados, con un léxico conocido por los europeos
de habla castellana. Por ejemplo, a los auquénidos andinos se les llamó corderos de la tierra, y por extensión a
los productos derivados de ellos, frazadas
de la tierra. También, sin embargo, a las aves de corral que llegaron al
nuevo continente se les recalcó con el nombre de gallinas de castilla, para distinguirlas de otras aves oriundas. Y
a esos dulces roedores que hoy conocemos como cuyes, alimento supremo de las
poblaciones amerindias y entonces ofrenda para rituales funerarios, se les
llamó conejillos de Indias.
Esos animalitos originarios de los Andes
siempre despertaron en mí una fascinación entre mágica y temible, y siguen
haciéndolo, de ahí que les haya reservado más de un capítulo en mi Bestiario Personal. La primera vez que
pude observar algunos fue en las regiones de mis antepasados maternos, allá en
Aplao, en el valle de Majes, Arequipa, cuando yo tenía siete años y mi familia
limeña pasaba unas vacaciones de verano por allá. Mis tíos arequipeños tenían
detrás de la casa de campo un terreno de pocos metros cuadrados con la
superficie llena de paja, en el que se distinguían varios agujeros, que en
realidad no eran otra cosa que las bocas de unas tinajas, de aproximadamente 60
centímetros de altura, enterradas de forma inclinada para servir de vivienda a
esos hermosos animales de suave pelaje. Dentro de las tinajas había un mínimo
de media docena de cuyes bien acomodados entre un montón de paja y alfalfa. No
sé cómo se las arreglaban algunos de esos mansos conejillos para salir de su
profundo escondite, pero el hecho es que más de una vez vi revoloteando a
alguno sobre la superficie. Cada mañana de esa hermosa e inolvidable corta
estadía en Aplao, yo insistía, muy terca, en probar de atraer a alguno con un
ramito de alfalfa en la mano. Inútil intento, pues al menor movimiento de algún
extraño en su terreno, los cuyes se ponían a salvo en su guarida subterránea.
Al ver mis inútiles estrategias, el tío Diógenes me advirtió no olvidar lo de
los hocicos mágicos. En esas tinajas el cuy estaba protegido no del frío, sino
de los gatos de campo, felinos domésticos y salvajes a la vez, que temían a los
hocicos mágicos.
---¿Pero y qué son los hocicos mágicos,
tío Diógenes? ---pregunté inocente.
---Esos hocicos que vaticinan desde el
centro de la tierra ---me respondió. Si coges un cuy para ti, le robas la
palabra a los hocicos mágicos, así que mejor hay que estarse lejos de aquí
---sentenció por último.
Aquello despertó aun más en mí la
curiosidad .
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"Los cuyes o conejillos de Indias", artículo publicado en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 38, oct 2015), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.También publicado en BESTIARIO PERSONAL (Berlín: Epubli, 2017; 108 págs)