Los armadillos


La primera vez que vi la imagen de un armadillo y escuché sobre esos animalitos noctámbulos fue gracias a mi padre, quien en uno de sus viajes por el Alto Huallaga, esa singular región de la selva peruana, les había hecho una foto a dos niños andrajosos, pero felices, que llevaban entre ambos a una de esas criaturas en los brazos, y que, al parecer, mantenían en cautiverio, cual mascota.  Y a un armadillo de verdad lo vieron mis ojos en primicia en una feria de artesanías en Catacaos, un lugar alejadísimo de la Amazonía y más bien cerca al árido desierto norteño de Sechura en el Perú. Esa vez, al momento en que la feria levantaba sus tiendas por haberse hecho ya de noche, entre artículos de cuero de la región que se ofrecían en uno de los quioscos, noté la presencia de una extraña bestiezuela, que caminaba mimetizada y presurosa entre unas sandalias, con una soguilla atada al pescuezo. El exótico animal, para su desgracia, se encontraba también en condición de prisionero en poder de unos niños curiosos que con él jugaban. El animalito se mostraba hiperactivo y parecía querer olisquearlo todo. En aquella oportunidad mi curiosidad pudo más y pedí a los pequeños verdugos permitirme palpar el caparazón de aquel mamífero envuelto en tan extraña armadura y entonces pude oír también un ligero "pip, pip", que nunca supe si salió de su hocico o de su nariz.


               Pocos años después, en un viaje a la selvática zona del Pozuzo la camioneta en la que viajábamos un amigo y yo sufrió una avería en la carretera, por lo cual tuvimos que seguir el camino tirando dedo. Así, cuando logramos continuar el viaje en la parte trasera de un camión, de pronto el chofer frenó en seco, casi provocando que saliéramos disparados. Un armadillo se le había cruzado en la pista y por eso el conductor había parado y querido atraparlo, porque "eran muy pedidos", dijo.  

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Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES, nr 44, dic 2016, Año 10