Hace poco un buen amigo mío regresó de
México, donde había pasado una temporada en laborioso viaje de estudios e
investigaciones, y me trajo un obsequio peculiar: un buhíto exótico, tallado en
madera de copal, pintado el cuerpo en azul y las garras en blanco, decorado con
unos puntillos celestes a manera de plumas, y tatuado con flores rosadas y
hojas verdes. Mi amigo dijo haber encontrado ese souvenir en Arrazola, Oaxaca, región en la que esos animalitos
fantasiosos de artesanía son llamados 'alebrijes' y considerados como seres
enigmáticos que visitan a los humanos en sueños y visiones.
Lo
cierto es que para mí las lechuzas y los búhos son del tipo de aves que yo
asociaría más bien con el insomnio y las noches de luna llena. Ya sea por ser
pájaros nocturnos, o por tener que ver con la actividad de estudiar,
características ambas que al juntarse dan como resultado el quemarse las
pestañas leyendo durante varias insomnes madrugadas. No por nada se muestra
siempre un búho entre los dibujos de los anuncios de librerías, de editoriales,
de marcas de materiales para escritorio; incluso en esas ilustraciones a los
búhos les suelen poner gafas. En una palabra, búho en nuestro sentido común y
corriente occidental se suele usar como símbolo de sabiduría.
Pese
a lo dicho, ahora que reviso mejor entre los apuntes de mi Bestiario Personal estas aves se han mostrado en mi vida en
circunstancias especiales, que también se acercan más al ensueño y la
superstición, que al raciocinio objetivo. Encuentro varias explicaciones a
ello. Todas remontadas a muchos años atrás, cuando en las vacaciones de verano
de mi niñez nos íbamos de Lima hasta Trujillo, a la vieja hacienda de unos
tíos-abuelos. En la casona central, ocupada y amoblada solo en su mitad, nos
gustaba mucho a todos los primos jugar en las habitaciones vacías: inmensas
salas y salones otrora en bonanza, que estaban ahí sin asumir función alguna,
salvo la de aportar espacio donde acomodar colchones cuando llegaba de visita
la numerosa familia. Ahí, en las noches de luna llena los ventanales se
poblaban de siluetas cuyas sombras se proyectaban en el piso de madera clara de
esas habitaciones desoladas, dando la impresión de ser cuerpos alargados de
seres cabezones. Se trataba simplemente de la sombra que arrojaban los cuerpos
de las lechuzas que se posaban en el alféizar exterior, pero que nuestra
fantasía de niños curiosos nos hacía convertir en mil y una historias.
Con
todo, esa bestias lechuceras en algún momento se volvieron animalitos de la
buena suerte en mi Bestiario Personal.
Primero, porque en el juego de Monopoly de mi casa, al faltar una figura de
plomo, alguien le había puesto un buhíto de metal, que fuera antes un adorno de
llavero. Cada vez que yo jugaba con el búho de metal, alcanzaba a adueñarme
antes que nadie de las avenidas caras, luego compraba de todo, y finalmente
ganaba. Y segundo, porque recuerdo que los buhítos pintados en el sello de la
marca de mis cuadernos de la universidad me traían inspiración para las
monografías y las exposiciones. Así creo que fue naciendo mi propia creencia
subjetiva en las lechuzas y los búhos, que se reforzó con el tiempo, porque en
cada cumpleaños de la tía-abuela Rosa, que íbamos a celebrar hasta Trujillo, no
dejábamos de entonarle una marinera norteña que evocaba el silbido de una
lechuza, como vaticinio de larga vida, y decía así: La lechuza en su hueco, negrita, ya hace un silbido, y en su silbido
dice: "¡Arrichí, chi-chí, chi-chá, sirvan la chicha, sírvanla ya!¡Que viva
el santo una eternidad!". Y la tía-abuela Rosa llegó casi a vivir sus cien
años.
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"Las lechuzas y los búhos", artículo publicado en mi columna BESTIARIO PERSONAL, de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES (Nr. 41, mayo 2016, año 10), dirigida por el escritor cubano AMIR VALLE.